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sábado, 19 de marzo de 2011

Cronica De Un Iniciado - Abelardo Castillo

La ambigüedad del tiempo y una Córdoba tan mítica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diabólico y el rito iniciático. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Espósito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocación y la memoria apasionada que dará cauce a esta enigmática historia de amor. De allí en más, las treinta y seis horas en la recóndita Córdoba y la máquina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Espósito asumirá otras búsquedas existenciales que lo conectarán con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demoníaca. Y, en una encrucijada, pactará con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desafío: canjear la vida por la literatura.
Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabiduría tiene un precio.

1 comentario:

  1. “CRÓNICA DE UN INICIADO”

    “Crónica de un iniciado” es un “Adán Buenos Aires”. No digo que sea un “Zama” ni un “Entenado”, pero sí una especie de “Rayuela”.
    Nada que ver con el Supremo Andaluz. Si tiene algo de “pájaro de lujo”, de lo que seguramente no tiene nada es de “Yo, el Supremo”.
    Para ir al grano, lo que nos estarían faltando son sus cuentos. Quiero decir que los cuentos de Abelardo Castillo tienen tanto de Roberto Arlt que si descienden directamente de Borges es porque descienden indirectamente de Kafka pero del que descienden absolutamente para no parecerse en absoluto sino sencillamente como dos gotas de agua es del maestro Poe.
    Hasta los párrafos tienen necesidad de respirar. Hipócrita lector, mi semejante, mi amigo: ¡gracias a Dios que todavía podemos respirar!
    Y sin ir tan lejos como para perdernos en el “Lunario”, aceptemos la monedita de la rima y digamos que la lectura de Abelardo Castillo lo que nos enseña es precisamente a eso, nada más ni nada menos que a respirar.
    Se le nota la muchachada ya paleolítica del mujeriego del Escarabajo. El Autobombo con fotos ilegibles. En blanco y negro, como tenía que ser. Lo que quiero decir es que se le nota los sesenta, y que el cuarenta no se murió con Molinari. Juanele vino después, pero Enrique Molina se murió este año. París ensangrentó a los argentinos. Muchos, demasiados mayos. Para empezar, sigamos.
    Entre la cucaracha y el ratón, entre el escarabajo y el murciélago, su Milosz no fue Tuñón sino el sartreano Sábato.
    Qué quieren que les diga, o todo es calesita o ni siquiera un trompo es un gorrión. Hablo del hilo roto y sus piolines. De los violines, ¡de los arlequines!, de la dentadura de los pianos. Me dirijo a los piolas, yo qué tengo que ver con los travestis.
    Una vez, o todo hay que decirlo, jugué con Abelardo al ajedrez. Fue en lo de Puig. Federico, te acuerdas? La cuerda para rato se acabó: Discépolo a su tiempo. No somos de este Tiépolo sino de aquel Dalí. ¿Marcel Duchamp? ¡Alfred Jarry! El fue, después de tanto, nuestro Paul Valery. ¿Por qué hablo de nosotros cuando parlo de mí? Entre el mirlo y el cuervo, nosotros somos del La Paz y el Politeama, allí nació Vallejo, nuestro César Vallejo, el argentino, el porteño peruano, que se murió en París, después de todo, y antes que nada un jueves, con aguacero en prosa, y en nuestros propios brazos, en nuestros propios versos.
    Yo te saludo, Abelardo, y sé que al saludarte ya te falto el respeto.

    constantino mpolás andreadis
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